Por Alicia Benmergui
*Recorrer el Museo del Holocausto de Washington es llegar a uno de los museos más completos y didácticos sobre esa historia de muerte y horror que representó la Shoá para el judaísmo europeo. Pero también es una puerta abierta a las innumerables preguntas que suscita un fenómeno como el nazismo, algunas cuyas respuestas se encuentran allí, en tantos que otras debemos buscarlas en otros espacios, en otros ámbitos.
Solo así puede llegarse a la conclusión de que el nazismo no fue únicamente el delirio en que se sumió la nación alemana tras un líder carismático, sediento de sangre y de poder.
La responsabilidad del encumbramiento del régimen nazifacista y la indiferencia ante el proyecto político que éste había enunciado, entre otros el terrible destino que reservaba en primer lugar para los judíos, además de las otras víctimas elegidas para su eliminación, involucra a numerosos protagonistas de su tiempo.
Entre ellos puede incluirse a la dirigencia política de las naciones que determinaron la política de esos días, tales como Estados Unidos, la Unión Soviética, Gran Bretaña, Francia y por supuesto y por que no, hasta el Papa Pío XII, que también tiene su parte en ese escenario que se fue generando hasta culminar con el horror de la Segunda Guerra Mundial.
Para obtener algunas de las contestaciones que nos formulamos es necesario interpelar al pasado de los Estados Unidos, a la historia, porque el museo nos ha provisto de una información no muy divulgada acerca del extendido antisemitismo existente allí, especialmente en la década del treinta. Es evidente que existió un manifiesto apoyo por parte de la dirigencia política y de grupos de elite norteamericanos hacia el nazismo, en tanto que en otros casos, las simpatías hacia el régimen nazi fueron más ocultas y solapadas
La imagen de un cartel de propaganda antisemita (Ver figura 1) es totalmente sorprendente para quienes ignoran los hechos de aquellos años, cuando ya se habían hecho muy explícitas las intenciones y las acciones del gobierno de Hitler hacia los judíos, en el año en que comenzó la guerra. El dibujo de la Estatua de la Libertad sosteniendo a un judío, con la hoz y el martillo en la mano, estaba reforzado con una leyenda que afirmaba que comunismo es judaísmo y de la urgente necesidad de reaccionar contra el comunismo boicoteando a los judíos!
Ante esa publicidad tan emblemáticamente antisemita es importante preguntarse sobre cual fue la posición asumida por el gobierno norteamericano frente la amenaza creciente que se cernía en principio, sobre los judíos en Alemania.
A través del análisis de las reacciones de la sociedad estadounidense ante el creciente avance del nazismo hacia el poder, de las posiciones de sus personalidades más influyentes, sobre la conducta del Hollywood judío, y de la prensa norteamericana tal vez podamos llegar a comprender como permanecieron impávidamente inactivos frente a los peligros y los actos concretos y reales cometidos por los nazis contra los judíos. Quizás así podamos llegar a comprender esa tolerante aquiescencia que ha sido una de las formas de complicidad que permitieron el ascenso de Hitler al poder y toda la espantosa tragedia posterior representada por la Segunda Guerra Mundial.
La situación económica provocada por la Depresión había generado una fuerte xenofobia en la sociedad norteamericana, esto determinó la indiferencia del gobierno hacia los refugiados y lo que explica que muy pocos judíos pudieron entrar a los Estados Unidos escapando al horrible destino que les aguardaba en Europa.
El gobierno se mantuvo distante ante los problemas del judaísmo europeo, cuando todo comenzó se rehusó a presentar cualquier tipo de reclamo formal ante gobierno alemán. Muchos funcionarios del Departamento de Estado consideraban que las historias que se contaban eran una mera exageración, producto de los “horrorosas anécdotas que se contaban durante la Gran Guerra”. Una de las razones que se utilizaba para justificar esta indiferencia era que si se reconocía la brutalidad del nazismo debía implementarse una política de aceptación de los refugiados.
Esa era una posibilidad impensable porque por parte de la población había una profunda oposición a la recepción de nuevos inmigrantes y la Depresión había generado un aumento del fuerte antisemitismo existente en los Estados Unidos. Un gran sector de la población consideraba a los judíos y otros inmigrantes, como una amenaza para su propia subsistencia ante el problema de la escasez de trabajo y empleo, convicción que era compartida por los congresistas.
Un importante funcionario del Departamento de Estado era Breckinridge Long, un aristócrata y amigo personal del presidente Roosvelt. Fue él, quién contando con la aprobación del presidente determinó la política en materia de refugiados, especialmente la mantenida desde 1941, el año en que Estados Unidos entró en la guerra, hasta 1944.
Roosvelt, un individuo políticamente muy astuto, sostuvo totalmente esas medidas restrictivas, manteniendo no obstante su imagen sensible y bondadosa a los ojos de los liberales y los judíos norteamericanos. Estos, desde el New Deal, lo habían apoyado fervorosamente, continuaban viéndolo como un amigo leal y profundamente humanitario. Y nunca lo abandonaron. Un historiador afirmó que esa relación amorosa entre los judíos y Roosvelt tuvo un alto costo para su dirigencia comunitaria porque por ese motivo nunca puso en cuestión ni hizo valer su apoyo político y el retiro del voto judío, como un modo de presión para modificar la política hacia los refugiados.
A nivel popular y dentro de la opinión pública norteamericana católica de origen irlandés, había un profundo antisemitismo influido por la tarea llevada a cabo en Irlanda, por el cura Denis Fahey, un profesor de filosofía y de historia de la Iglesia en el Seminario del Espíritu Santo de Dublin. Este consideraba que el capitalismo y el comunismo eran un siniestro complot judío cuyo objetivo era la destrucción del cristianismo y la iglesia y describía a los judíos como parte del cuerpo místico de Satán.
El cura Charles Coughlin, originalmente un simpatizante de Roosevelt en los Estados Unidos, comenzó a difundir el rumor de una conspiración judía, proclamando que todo simpatizante de Cristo era necesariamente antijudío y se dedicó a propagar el pensamiento y los discursos del Padre Fahey, con lo que fue muy exitoso en sus propósitos antisemitas.
Este clima se extendió al resto del país, unido a la posición de Henry Ford, notorio antisemita que escribió la obra antijudía muy difundida “El Judío Internacional”.
El antisemitismo y el aislacionismo eran sentimientos fuertemente instalados en la sociedad, había una gran resistencia por parte de gran parte de la población estadounidense a participar en una guerra a la cual consideraban ajena. Uno de los personajes políticamente influyentes dentro de la opinión pública, fue Joe Kennedy, embajador norteamericano en Gran Bretaña.
En esa función demostró con toda claridad su apoyo a Hitler y su régimen. Durante una reunión en 1938 en la embajada alemana en Londres, Kennedy le aseguró al embajador alemán que América deseaba fuertemente mantener relaciones amistosas con Hitler. Le manifestó que pensaba que el gobierno de Hitler había hecho “grandes cosas” por su país, y que los alemanes “se hallaban satisfechos por las excelentes condiciones de vida de las cuales gozaban” también le dijo, de embajador a embajador, que un informe reciente que circulaba diciendo que había restricciones alimentarias para la población alemana porque la comida era reservada para el mantenimiento del ejército, seguramente era una mentira. . . Después de todo, le dijo, el profesor que había hecho el informe “era un judío.”
Su actitud respondía a varios factores, en principio, a que gran parte de los irlandeses católicos eran antisemitas debido a las prédicas de la iglesia que por ese tiempo asumió una posición fuertemente antisemita como era el caso de los curas Fahey y Coughlin y porque además, durante la guerra, la Irlanda católica se declaró simpatizante de la Alemania nazi, como muestra de su rechazo y odio a la dominación británica. Pero el verdadero problema era el odio que Kennedy sentía hacia los judíos. Tenía un fuerte sentimiento antijudío que además le era muy conveniente, por pertenecer a otra minoría también muy despreciada como lo era la de los irlandeses católicos. Cuando luego fue a Hollywood, les comentó a sus amigos que esperaba echar a patadas de allí a los judíos que dominaban los estudios hollywoodenses y que de ese modo serían borrados del mapa.
Sus sentimientos antisemitas eran tan fuertes que había manifestado que solo se sentía feliz cuando al fin de cada día, le había ganado o estafado a un judío.
Kennedy impulsó a su amigo William Randolph Hearst (sobre el cual basó su película Orson Welles en el “El Ciudadano”) a ayudar a Hitler a mejorar su imagen en los Estados Unidos. Hearst no necesitaba esta sugerencia, venía cortejando al fascismo desde mucho tiempo antes, casi al mismo tiempo que prestaba su apoyo y ayuda a Roosvelt y al New Deal. Desde 1927 hasta mediados de los años treinta, Hearst solicitó y publicó en sus periódicos, columnas de Mussolini y de Hitler.
Continuará en el próximo número 31
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